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  POR LA DIGNIDAD Y EL BUEN NOMBRE DEL INDÍGENA ARHUACO

Por José Manuel Pacheco
Docente arhuaco, IED Tayrona De Bunkwímake

Los indígenas arhuacos de la zona del río Don Diego – mamos, autoridades mayores, hombres, mujeres, adolescentes, niños, niñas nacidos y por nacer- somos parte viva del pueblo Gúnkuku Tana de la Sierra Nevada de Santa Marta, sólo que diversas razones familiares y comunitarias del ayer obligaron a abandonar quizá nuestras mejores perspectivas de aquel lado, donde el sueño inicial de garantizar mejores alternativas y horizontes en estas tierras ahora contrasta con la complejidad social de incertidumbres para vivir dignamente.

La perspectiva del pensamiento cultural indígena migrado a esta zona, Kunkunárigun, primero se tropezó con las consecuencias del extraño negocio de la marihuana y luego con el cultivo ilícito de la coca, difundidas a boca llena hasta ahora, pero no con la misma intensidad, para decirle al mundo que este “civilizado ilícito procedimiento” del problema no lo incubamos los indígenas. ¿Dónde estaría el Estado de aquel entonces?

La indiscriminada deforestación provoca relevantes incidencias en nuestras comunidades, de indispensable recordación en la depuración de la opinión social de ahora. Porque fue tanto el impacto de la “bonanza cocalera” que salpicó a nuestras familias indígenas. Parecería que en la zona norte de la Sierra Nevada de Santa Marta, por ausencia de las instituciones del Estado, cuando la actitud permisiva de las autoridades producía enormes ganancias al más fuerte, mientras que los grandes afectados éramos los indígenas, señalados de pertenecer a algunos de los grupos que a sangre y fuego se disputaban el control territorial. Para sobrevivir en medio lo mejor era callar.

Por eso el problema cocalero en la zona alimentaba distintos intereses y criterios de fondo. Por ejemplo, unos decían: “Uno siente pena cuando en las asambleas y reuniones se escucha decir que lo arhuacos de la zona norte de la Sierra Nevada de Santa Marta somos uno coqueros, unos raspachines, que vivimos de químicos”; “Si erradicamos esos cultivos ilícitos, el gobierno nacional puede seguir aportando más dinero para saneamiento del resguardo”, “Si no queremos estar en la mira de los grupos armados ilegales, debemos erradicar; hay un problema y así asegurar más recursos”, “Hombre, lo mío lo puedo cortar. No hace falta ir tanta gente.

Con razón, entonces, una noche de intenso análisis sobre la existencia aún de grandes extensiones de cultivos de coca en nuestros territorios “saneados”, la comunidad de Bunkwímake reunida en el patio de la Kankurwa, cansada de aguantar “lengua”, tomó la decisión de erradicarla “a machete limpio”. Dejándola enrastrojar podía haberse controlado a menos costo, pero ahora toca cortarla a raíz, cueste lo que cueste. “Esta vaina tenemos que acabarla”, decían, lo cual implicaba sacrificar hasta el orden del año lectivo a docentes y alumnos para trazar una huella de esfuerzo en esa historia.

En medio del mar divergente de opiniones y conceptos, sesenta hombres (indígenas arhuacos) dotados de rulas pacoras, limas, botas machas y otros elementos indispensables para el diario vivir, con el grato acompañamiento
De ocho mujeres indígenas (gwati) dispuestas a cocinar en improvisadas cocinas y un arriero con sus tres mulas cargando las provisiones de víveres, ollas, calderos, cucharas y bastimento, iniciamos la erradicación en las parcelas ya compradas. No parecía una causa indígena, sino un viaje de gitanos, sólo que nosotros no haríamos aparecer objetos perdidos, sino desaparecer cultivos que nos podían desaparecer culturalmente.

Con las primeras luces de un sol Caribe radiante que sobre los cerros despuntaba sus rayos dejando predecir lo que vendría en adelante, comenzamos a subir lomas y escarpados caños inhóspitos acceso haciendo trochas y toda clase de piruetas para llegar a los más recónditos rincones estratégicos donde se encontraban los plantíos a erradicar. La vista humana se perdía de impacto en medio del verdor cocalero. Tanta era su extensión que treinta hombres no alcanzábamos a mocharla antes de desayunar, sino teníamos que ir a “tanquear” y luego regresar con más personal. “Sipote callito”, se escuchaba decir: “Pero lo acabamos y ahora vamos para aquel otro, a darle hasta que el sol se oculte”.

En las primeras horas de cada noche todos nos acomodamos como mejor podíamos para descansar, siempre formando un circulo y con el fogón en medio pata ahuyentar las plagas nocturnas, calentar y secar el “poporo", tostar nuestras provisión de ayu (del procedimiento cultural) y escucharnos las anécdotas, los chistes o inquietudes y las instrucciones para el día siguiente.

Había momentos de tensas conversaciones, que luego volvían a la normalidad, entre las autoridades y los gunama donde se expresaba inconformidad por la exagerada dependencia de los indígenas por los cultivos ilícitos de la coca y porque después de varios años de asentamiento en estas tierras no se veían cultivos de yuca, plátano y maíz o potreros bien asistidos, sino coca, rastrojeras y casas deterioradas como escombros de mal agüero. A cada tres o cuatro horas tropezábamos arrieros que subían y bajaban con siete y más mulas, arreando precursores químicos que, luego de ser mal usados, eran vestidos a los caños pues las “cocinas” estaban ubicadas cerca de las quebradas o bajo los matorrales para evitar ser vistos por los “pájaros de lata”.

La inconformidad expresada no era sólo por la asistencia continuada a los cultivos de coca dejados por los colonos, sino porque se veían nuevos plantíos de coca y rastros de marihuana hechos por los medieros con la “venia bendita” del nuevo “propietario” del predio. Claro, quien sacaba “las vacas gordas” era el primero, mientras que el segundo tenía que conformarse con cualquier “chichigua” y, si acaso, con las cervezas gorreadas a su compinche. No obstante, cualquiera podía pensar y decir: “¡Caramba, estos indígenas sí que echan bueno! Deben tener buenas fincas y animales y mujer e hijos saludables”.

No era extraño toparse con un lote de diez o quince jóvenes y una joven un niño o una niña entre siete y diez años. ¡Ella es “la guisa”, el menor su acompañante y ellos los raspadores, llevando en sus espaldas los morrales con sus pertenencias mientras dura la cogida!

Así, por ejemplo, un señor mayor de edad saluda y pregunta a nuestro grupo: “¡Oiga, compadre! ¿Será que por ahí no está la leyenda?” Todos nos miramos, sonreímos, se escuchan frases en lengua materna (ikun) y alguien responde: “No sabemos, no vimos nada”. El señor continuó su camino dejando a su paso el aire enrarecido por algo que lleva ahí. ¡Ajá! No era necesario ser mago, tener perros adiestrados, o haber trabajado en la DEA para hacerlo.

Pero lo más “berraco” de aceptar es que después de los 28 días que duró el corte de las extensiones ilícitas de coca se vio una crisis generalizada entre las familias que dependían económicamente de esos cultivos, que las llevó a rehabilitar los troncos de las plantas cortadas (la famosa soca), exponiéndose a críticas de la gente. Era lo que menos importaba; lo que interesaba era la plática fácil, “pasándose por la faja” los acuerdos, compromisos y obligaciones del Kadukwu y la oficina para eliminar la continuidad de esos procedimientos ilícitos con la coca.

Además, había que ver a los compañeros que llegaban ensangrentados a la IPS de Santa Marta. Eran jóvenes y muchachos heridos en algún accidente ocurrido mientras trabajaban en terreno de la erradicación. En algunos casos no había entraña humana que no llorara al ver un hijo así, aunque esos rostros no reflejaban tristeza sino ganas de volver pronto donde sus compañeros.

No somos lo que dicen de nosotros. Somos hijos e hijas de Gúnkuku Tana de la Sierra. ¡Respeto, por favor!

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