El agua no sólo es el soporte de la biosfera, es decir la fuente de la vida, sino que al interior del conjunto de cosmovisiones y religiones humanas ha encarnado la purificación y la santificación, el símbolo del origen marino del mundo, y, bajo la forma de rio, la corriente de los acontecimientos que buscan su retorno a la unidad uterina que es el mar.
Dimensión del agua que también tuvieron presente los habitantes de los antiguos pueblos indígenas del altiplano cundiboyacense, cuyo sistema de lugares sagrados está integrado por lagunas, ríos y cerros.
“(… ) no todos tenían sus oraciones en los templos, pues los de muchos los tenían dedicadas en lagunas, arroyos, peñas, cerros y otras partes de particular y singular compostura y disposiciones, no por que tuviesen estas cosas por dioses, si no por la singularidad que tenían, les parecería ser dignas de mayor veneración”. Gonzalo Fernández de Oviedo, 1.877 (año de reedición).
En la cosmogonía indígena el dios Chibchacum afligió a los seres humanos inundando completamente la Sabana. Invocando la benevolencia de Bochica para deshacer la sanción divina, éste bajo de los cielos para otorgarles una solución: con una vara mágica golpeó las rocas, abriendo un gran abismo por donde se desbocaron las aguas de la Sabana, formándose en ese momento el Salto de Tequendama[1].
A la llegada de los conquistadores se calcula que había medio millón de indígenas, ocupando las tierras altas y las faldas templadas, localizadas entre el macizo de Sumapaz en el suroeste y el nevado del Cocuy en el noreste. Un territorio de 25 km2 que abarca la altiplanicie que hoy integran Bogotá y los Departamentos de Cundinamarca, Boyacá, y una parte de Santander.
Los españoles consideraron que el sitio más adecuado para fundar una ciudad era el área comprendida entre dos caudalosos ríos, que los indígenas conocían como Vicachá y Rumichaca. Ríos que los colonizadores denominaron San Francisco y San Agustín, respectivamente, en homenaje a las órdenes religiosas que por la época se establecieron en sus veras. Entre esos dos ríos nació Santafé, hoy Bogotá.
No obstante, mediante ley 10 de 1915 la administración del actual Distrito ordenó la canalización del San Francisco y el San Agustín, de cuyos cauces terraplenados surgieron las actuales avenidas Jiménez y Calle 7ª.
Decisión en la cual se presenta una manera habitual de relacionamiento de nuestras ciudades con el agua, cuya tendencia ha sido desecarla, canalizarla, pavimentarla, urbanizarla. Ideario de la planificación urbana moderna, cuya cosificación de la naturaleza se ha traducido en un desprecio a la presencia del agua en la ciudad, considerando sus cauces como mero sumideros o basureros. Condición que los ríos (el Sena, el Támesis) de las grandes metrópolis han superado, pero no los nuestros.
No obstante, frente al actual desafío que representa la pandemia del coronavirus para la humanidad en su conjunto, estamos obligados a estimar al agua. En efecto, por primera vez la humanidad pasa de la amenaza cinematográfica de un exterminio atómico, a la certeza de un inminente exterminio masivo a manos de un enemigo diminuto, que sólo la estructura química del agua puede combatir eficazmente.
Estamos volviendo al agua para evidenciar y transformar no sólo nuestro habitual maltrato al elemento, sino las restricciones que en su acceso ha tenido una numerosa población, por generaciones sometida a la ausencia total de un derecho a los vitales.
Según el censo de 2018 en Colombia, la tercera potencia hídrica de Latinoamérica y el Caribe, el 13,6 % de la población no tiene acceso al agua. Índice que estaría íntimamente ligado a la ilegalidad urbanística, donde el impedimento de acceso a los servicios públicos constituye una variable principal de la calidad de vida y la segregación social. Problemática que en el caso de Bogotá se concentra especialmente en las Localidades de San Cristóbal, Usme, Tunjuelito, Rafael Uribe Uribe, Ciudad Bolívar, Bosa y Kennedy. Lugares donde se concentran y conviven, paradójicamente, la pobreza social y la principal riqueza hídrica de la ciudad.
Nuestro retorno a una cultura del agua requiere repensar no sólo la relación con la naturaleza que hemos heredado de la Modernidad, sino la relación entre nosotros mismos, hacia la consolidación de una sociedad solidaria y cooperativa donde el acceso y la convivencia con los vitales constituya su valor fundamental.
A principios de siglo el ex vicepresidente del Banco Mundial Ismael Sarageldin afirmó premonitoriamente que “las guerras del siglo XXI serían por el agua”. Y esa guerra ha llegado; pero no como una disputa entre grupos humanos por su posesión del agua, sino, por el contrario, como la guerra porque todos los seres humanos podamos acceder al agua. Querer el bien propio para los demás, se convertirá poco a poco en nuestra condición para no perecer como especie.
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