La segunda clave se encuentra en informaciones de prensa posteriores que revelaron algunos detalles de la operación. Según se supo, la operación fue realizada por dos aviones Supertucano que partieron de la base de Apiay, Meta, y las bombas arrojadas dejaron un cráter de 15 metros de profundidad por 20 de ancho. Estamos hablando, entonces, de un enorme poder de fuego utilizado en atacar un pequeño blanco.
Sin duda, un campamento de una organización armada ilegal es un blanco militar legítimo. La presencia de menores de edad no cambia esta calificación pero sí condiciona las acciones y recursos que se ponen en marcha. También es cierto que un bombardeo es una operación de tierra arrasada y por ello resulta muy difícil evitar los daños colaterales después de lanzada la acción. Lo que no es cierto es que esto no se puedan prevenir ni minimizar. Y de ninguna manera excusa lo que ocurrió.
La Fuerza Aérea es la única institución autorizada legalmente para ejecutar operaciones de bombardeo. El Ejército no posee ni la doctrina, ni los equipos, ni la capacidad, ni la experiencia para realizar este tipo de operaciones. Desde el Caso Santo Domingo (Arauca, 13 de diciembre de 1998) la FAC llevaba alrededor de veinte años perfeccionando un sistema para minimizar -con altísimos niveles de éxito- estos desenlaces innecesarios y lamentables.
Todos estos avances fueron aplaudidos por instituciones como la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, que avaló esta iniciativa, mientras que el modelo, con algunos ajustes y variaciones, fue adoptado y replicado por otros países y sus fuerzas armadas, al considerarlas útiles para asegurar la correcta y legítima utilización de la fuerza.
Por ejemplo, se estableció el proceso de “Planeación de Operaciones”, cuyas etapas debían cumplirse ineludiblemente y de forma consecutiva. También se instituyó la figura del “Asesor Jurídico Operacional”, un oficial formado profesionalmente como abogado, que cumple la función de acompañar el planeamiento e incluso la ejecución de una operación, alertando sobre posibles violaciones al derecho.
De forma complementaria, se adoptó y diseñó un formato de viabilidad de la misión de ataque, un documento en el que se sintetiza de forma puntual información que resulta fundamental para que el Comandante de la FAC tome la decisión autorizando o rechazando, de ser el caso, la realización de un bombardeo. Con base en todo esto se decide si se realiza o no la operación.
Por ejemplo, el informe de inteligencia militar previo a la operación es el soporte básico del que se desprende toda la justificación de la operación y debe ser citado y anexado a la documentación de soporte. Si las labores de inteligencia fueron desarrolladas con rigor, en ese informe debe constar la presencia de menores en el campamento. De igual forma, la proporcionalidad en el uso de la fuerza es una de las variables que se deben tomar en cuenta antes de autorizar la operación. Dados los resultados de la operación, ninguno de esos aspectos parece haber sido tomada en cuenta.
Así que la pregunta es ¿quién ordenó saltarse estos protocolos? La primera sospecha debería recaer sobre el Comandante de la Fuerza Aérea, única persona que puede dar la autorización final y cuya firma debería estar al final del documento de “planeación de Operaciones”. Pero desconocemos los detalles internos, así que una figura de diferente jerarquía podría haber obviado este requisito, en una clara violación de las normas.
Esas normas existían a pesar de que, si bien reducían el margen de maniobra de la FAC, redundaban en ganar legitimidad y efectividad. Y así operó durante 20 años, hasta esta operación en la que, por el contrario, se privilegió la letalidad sobre la legitimidad; el obtener un resultado (la baja de alias Gildardo el Cucho), sobre la vida de 8 menores. Pudieron conseguirse los mismos objetivos con métodos distintos.
Por eso la operación fue un fracaso desde el punto de vista humanitario, militar y jurídico que compromete la legitimidad de las fuerzas militares. En momentos de crisis, debe rodearse a las instituciones, y eso incluye protegerlas de los individuos que comprometen el prestigio y la eficiencia de las instituciones con ligerezas y acciones inapropiadas. El responsable político de esta desafortunada operación ya lo conocemos y presentó su renuncia. Pero tanto el Comandante de la FAC como el Comandante General de las Fuerzas Militares, nos deben muchas explicaciones a los colombianos, y deben asumir la responsabilidad por sus actos.